viernes, 17 de abril de 2009

La lucha de la profesión (a veces eterna, a veces dolorosa).

Por: Alberto Zúñiga Rodríguez / betursus@yahoo.com.mx

A mi gran maestro y amigo, Enrique Villegas, por su próximo aniversario de vida y quien me ayudó a reafirmar mi vocación-profesión.

Hace algunos años, por lo menos 5, charlaba con un desconocido en la barra de un bar. Esa noche esperaba a una amiga que se había demorado más de lo habitual y que de hecho nunca llegó. Su servidor no tenía prisa, ni un asunto amoroso que atender con ella (quien pensó que habíamos quedado de vernos la noche siguiente y cayó rendida a las extremidades de Morfeo). Gracias a dicha “espera”, esa ocasión pude tender un diálogo profundo con este interlocutor anónimo –nunca me dijo su nombre- que se enredaba y viajaba entre temas como los sueños (desde la mirada en que uno se vislumbra a futuro cuando se es pequeño), el trabajo cotidiano, las diferentes vocaciones profesionales a las que todos en algún momento aspiramos y por supuesto, el amor, pero no sólo de pareja. Admito que fue una charla muy extraña, incluso teñida de una atmósfera quasi cinematográfica, pero bastante grata, por demás significativa y mejor aún, sin el típico cliché de 2 machines despechados que beben cuantiosas cantidades de cerveza bajo la luz neón de una taberna. De hecho, hoy recuerdo ese encuentro con mucha precisión después de ver sobre el lienzo blanco iluminado por esa peculiar luz multicromática, la última cinta de un gran director que admiro profundamente: Darren Aronofsky con El Luchador (The Wrestler, 2008). Y es que no puedo dejar de asociarla a otro momento de mi vida porque en esta plática, con este hombre de unos 48 años aproximadamente, descubrí que existimos personas que nacimos con una vocación, con una especie de misión en la vida y habemos otros cuantos que la descubrimos con el tiempo o después de renunciar, como en el amor y los sueños, a otras posibilidades. Es muy cierto también que, por las circunstancias que ustedes gusten y manden, otro porcentaje de personas terminamos siendo y haciendo lo que menos imaginamos o en situaciones más extremas, algo que odiamos hasta el fastidio interminable o sin alguna presunta escapatoria. De la manera que esto sea, hoy en día me sigo preguntando si uno es lo que hace o lo que ama o, sin en mi caso, pudiera hacer otra cosa que lo que realizo, soñé o decidí para mi vida. Sobre estas escabrosas mareas vivenciales nos sumerge la trama de El Luchador, con el impecable regreso de Mickey Rourke en el papel protagónico (y casi autobiográfico) del “carnero” Randy Robinson; un gladiador profesional de lucha libre que está a punto de retirarse, con una senda de cicatrices que le recuerdan lo grandioso que fue durante la década de los 80, pero al mismo tiempo, su decrépito estado actual que lo obliga a buscar otra profesión dada su condición bancarrota. Por si esta llave al pescuezo no fuera suficiente, Randy tiene que driblar la nada menos dolorosa batalla contra la soledad, en la cual aspira a reencontrarse de nuevo con su hija (a quien prácticamente nunca atendió) y encontrar en una bailarina de tabledance –con Marisa Tomei al frente de este personaje- el amor idílico de una pareja.

Estamos frente a una cinta que aparentemente rompe con el esquema de montaje, dirección y argumento al que Aronofsky nos había subordinado en otros de sus títulos, como la ultra fragosa Pi, El orden del caos (1998), la milenaria y estridente Requiém por un Sueño (2000) o la alucinante Fuente de la Vida (2006). Todas ellas recomendables, como este luchador que aparentemente nos vende circo, al que no le hace falta un escandaloso soundtrack, pero su pan y su gloria le duran hasta que su físico se lo permite. ¿Acaso podría ser la historia de los boxeadores, de algún futbolista o incluso algún rockstar? Corran a verla.

Texto publicado el domingo 19 de Abril de 2009, en la columna quincenal de cine Butaca Sinestésica RKO 281, del suplemento de cultura Letras de Cambio, del periódico Cambio de Michoacán.

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